Genealogía de la pelota

Texto introductorio al precioso Libro del fútbol, que con tanto placer editamos junto a Chavi Azpeitia y equipo, en 451 editores, Zaragoza, 2010. Esta es la introducción más larga que yo había escrito originalmente.

GENEALOGÍA DE LA PELOTA

“Esta gente no juega limpio –le decía Alicia al Gato en tono de queja–. Para ellos, el juego no tiene reglas, o si las tiene, nadie se molesta en cumplirlas”. Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas.

“Un juego tal, sin reglas, es un juego reservado al pensamiento y al arte, donde ya no hay victorias sino para los que han sabido jugar, es decir, afirmar y ramificar el azar, en lugar de dividirlo para dominarlo, para apostar, para ganar. Este juego, que sólo está en el pensamiento, y que no tiene otro resultado sino la obra de arte, es también lo que hace que el pensamiento y el arte sean reales y trastornen la realidad, la moralidad y la economía del mundo”. Gilles Deleuze, Lógica del sentido.

 

La pelota es, tanto como ha sido, protagonista de la historia y del juego.

Esferizada desde el minuto uno, la integridad simbólica de la pelota alcanzó la madurez cuando la cabeza del enemigo, en lugar de ser paseada al sol en una pica o cortada al cero en una guillotina, fue arrancada de cuajo para emplearse lúdicamente en la celebración de la victoria guerrera. En un sentido vital, entonces juego ritual y juego de pelota estrecharon manos y pies, sellando una alianza estratégica encargada de trenzar la delicada soga al cuello que une, y separa, la cabeza del cuerpo, la violencia de lo sagrado, la fantasía de la fragilidad.

Épocas diferentes han cubierto a la pelota de Gloria in excelsis Deo: Platón categorizaba el juego de pelota llamándolo “Esferomaquia”, mientras que nuestros contemporáneos le han dado vida propia bautizándola como “Pelota inteligente”, juez y parte facultada para evitar la injusticia del gol fantasma en el próximo Mundial. Géneros literarios nunca disímiles la han hinchado con imaginación y verdad: Alicia se sorprendía con la sonrisa del erizo–pelota de cróquet que la miraba antes de desenroscarse y largarse a dar un paseo, y Nausícaa y sus doncellas despertaban a Odiseo arrojándole una pelota hecha de sueños y pesadillas. Edades siempre distintas le han ofrecido catarsis y humanidad: el niño redondea una argamasa de papel gracias a generosa cantidad de celo y solitaria cantidad de infancia, al tiempo que un par de calcetines anudados dan tumbos por el patio del colegio, asumiendo sin chistar las patadas que toda adolescencia se propina a sí misma.

Yendo y viniendo de un lado a otro del espacio destinado al juego, como si realmente el azar se encargara de guiar sus pasos y no el chanfle o la folha seca, la pelota en el fútbol –el Deporte Rey– es vislumbrada sin ir más lejos por Ezequiel Martínez Estrada como el león o el toro, que aguarda en la arena el misterio de la brutal purificación de una masa humana homogénea que, hoy como ayer, acude al coso para seguir de pie una ceremonia religiosa cargada del deseo instintivo de lucha, la admiración de la destreza y el ansia de gritar y despotricar. Soldaditos de plomo envueltos para regalo, espectadores patricios de palco VIP e hinchas plebeyos de tercera gradería comparten la pertenencia a un clan que no entiende de clases sociales sino de colores, aplausos y descensos a Segunda B, miembros todos de una sociedad anónima consolidada por el poder de turno con elevadas dosis de alevosía, y su acostumbrada pizca de nocturnidad.

Amén de hostia de ceremonia religiosa, también la pelota puede ser vista como chupete imantado que hubiera trasladado su orificio de entrada y salida desde la boca a los pies, ejerciendo sobre los habitantes de una virtual Esferolandia una influencia hipnótica jamás conocida antes por la realidad.

Alto Comisionado para el Sistema Pueril Vigente –donde a nada se renuncia y los actos no tienen consecuencias (principio de la impunidad)–, un día sí y otro también la pelota y los millonarios que la patean en calzoncillos aparecen retratados en los periódicos deportivos, los programas radiofónicos, las tertulias de televisión y las del bar de la esquina, prensa rosa para hombres que anuncia fichajes estrella o destituciones fulminantes de entrenadores poniendo los pelos de punta e inflamando el corazón del personal. El fútbol atrapa de este modo las miradas, haciéndolas converger en un punto de encuentro ilusorio y falaz, dando razón a aquel anarquista hastiado del universo que repetía, a quien quisiera escucharlo, que cerrar los ojos era la única manera de ver.

Héroes que superan la figura del padre, los deportistas inmersos en el negociado del fútbol y otros juegos de pelota pueden llegar a ocupar cargos de gran responsabilidad en la comunidad, ejerciendo tareas de cohesión del imaginario colectivo. Así ocurrió, a los hechos me remito, con Maradona en Argentina –cuando su gol a Inglaterra marcado con la mano de dios y de santo sustituyó a los brazos abiertos de Perón en el balcón– o con Zidane en Francia –cuando puesto a representar el papel de Marianne, abanderó al pueblo francés conduciéndolo hacia una multirracialidad encantada de haberse conocido–. Derrotados, mártires vuelven generalmente al regazo amniótico de mamá, a pesar de lo cual siguen cumpliendo a rajatabla su parte del contrato imaginario y social, porque aunar criterios y dividir aguas forman parte de idéntico caudal elemental.

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El juego es, tanto como ha sido, protagonista de la cultura y del ser.

Practicados directamente con las manos o con los pies, mediados fantásticamente por flamencos que hacen las veces de mallos, o finalmente extermediados como industria del espectáculo por la sociedad que no los ha visto nacer pero los condena a decrecer, los juegos de pelota han tenido que ir disfrazándose hasta llegar a adquirir su forma adulta actual.

¿Forma adulta del juego?

Aquel lejano concepto elaborado por Guy Debord que afirmaba que “todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación” se ha quedado obsoleto, cuando observamos por ejemplo que los límites de lo que tocamos con el cuerpo parecen estar fabricados de un material tan etéreo que, según confirma la agencia EFE, “una de las apuestas interactivas más revolucionarias del 2010 será la salida del Project Natal de Microsoft, que prescinde de mandos para controlar los juegos de la Xbox 360”.

Estamos en el aire, pues, y la enajenación corporal se consuma alrededor de dos vías paralelas: ayer mismo, la factoría de ficción espectacular retratada por Debord consiguió alejarnos de la práctica activa de toda experiencia vital, convirtiendo al mirar en fórmula química del hacer; hoy por hoy, el capitalismo gaseoso alcanza el punto de ebullición evaporando la portería hecha de montoncitos de arena y playa, la canasta de papelera y oficina, la pelota de trapo y felicidad: los restos del homo ludens descansan sin paz.

Dice Freud en alguna parte que la ocupación favorita y más intensa del niño es el juego, al que dedica grandes afectos y seriedad. Jugar seriamente: he aquí tal vez el concepto clave, la prohibición ominosa sobre la que es necesario reflexionar si queremos entender de qué va la cosa con respecto al juego. Porque, en definitiva, lo que no se nos permite es incorporar la acción de jugar como un acto colectivo que pueble la soledad, que oficie de saludable introducción infantil a la vida cooperativista, que enseñe a la memoria a olvidar y a recordar, que genere un enemigo de igual a igual: que haga sociedad.

En un rincón del cuadrilátero, a pesar de todo o quizás precisamente por ello, sigue dando pelea algún que otro resabio del Potlatch que Mauss observara en los indios del noroeste americano. Ilustre antepasado, si se quiere, del “juego ideal” pergeñado por Deleuze y resumido en el epígrafe que corona este texto, el juego del Potlatch lleva a cabo entre los grupos la constitución de una propiedad positiva de la pérdida: el don con el que se desafía al adversario conlleva la obligación de ser devuelto mediante un contra–don más generoso, motivando el derroche de un gasto social improductivo autorizado para eliminar la relación de intercambio exacto que, sólo en la inconsciencia, tan cara resulta a nuestra sociedad. Al fin y al cabo, del “cabeza a cabeza” que dos pibes ensimismados comparten en las playas de Mar del Plata, Copacabana o la Victoria, al futbolín perdido en el sótano de los recuerdos que al menos conserva los mandos para chutar; del “uno contra uno” con el que dos chicas abstraídas se retan en una pista municipal de baloncesto, tenis, voleibol o petanca de Caracas, La Matanza o Leganés, al picado en toda regla de once contra once que cada domingo reúne en el club social a la crème de la crème de la jerarquía barrial, lo amateur vive y colea todavía en un callejón perdido, en un potrero abandonado, en un silencio audazmente recobrado.

En el rincón opuesto del ring, el juego hecho espectáculo, industria, marca publicitaria, sociedad anónima deportiva, emblema territorial: negocio. Un negocio así entendido como fijo escenario de las prácticas sociales, ese insano hospicio extracomunitario que traduce la infancia en puerilidad y a sus evanescentes fantasmas en incólumes estatuas de sal, esa cárcel de máxima seguridad donde la igualdad con el enemigo no es primer supuesto de duelo honesto ni de juicio justo, este pernicioso laberinto donde juego y pelota ya no sirven para exorcizar la parte maldita que habita en nosotros y en la realidad.

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Ramas de un árbol genealógico de ancho recorrido y larga data, los relatos recogidos en esta antología buscan, parafraseando a como Foucault sospecha que encuentra Nietzsche, localizar la singularidad de los acontecimientos fuera de toda finalidad monótona, atisbarlos donde menos se los espera, captar su retorno no para trazar la curva lenta de una evolución, sino para reconocer las diferentes escenas en las que han representado distintos papeles.

Su balón de oxígeno gira alrededor de la pelota, y los jugadores que saltan al campo constituyen un grupo de escritores que sin duda han sabido dar cuenta del síntoma construido por la pelota a lo largo del tiempo.

Compañeros de un dream team antológico, su intención es darnos un pase de gol dejándonos solos frente al portero rival, para que sigamos disfrutando de la hermandad que une literatura, fútbol y otros juegos de pelota: ese secreto no tan a voces revelador de que leer, escribir y jugar constituyen una actividad en la que el azar está siempre por hacer.

Pablo Nacach, Madrid, enero de 2010

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