DICEN QUE LA DISTANCIA ES EL OLVIDO
Por Pau Carrer.
Por la noche, Ciudad de México adquiere un halo de misterio especial. Dormido durante el día, a pesar del bullicio vociferante de sus habitantes y del estruendoso ajetreo que provocan los “peceros”, autobuses atestados de multicolores pasajeros que, cual equilibristas de fama internacional, suben y bajan de ellos en movimiento, con la oscuridad el gigante parece recobrar el espíritu que sus antepasados mayas y aztecas buscaban afanosamente en el azul del cielo, convirtiéndose tal vez en el escenario del sacrificio ritual por excelencia, al amparo de las tímidas estrellas que hoy se intuyen pero no se ven, ocultas bajo el plomizo smog y sustituidas por el pálido titilar de sus farolas. El Congreso de estudiantes latinoamericanos en el que había ido a participar en la Universidad Autónoma de México, la casa de altos estudios más importante de América Latina, gracias a una generosa beca de mi querida Universidad de Buenos Aires, había sido clausurado con brillantez por Jaime, y juntos habíamos decidido acercarnos a “El charco de la rana” –sin duda el mejor sitio de tacos y comida típica mexicana de todo el D. F., sólo apto para detectives urbanos pues estaba emplazado en la frontera entre dos barrios marginales en los que la paz parecía imponerla su magnífica gastronomía– para festejar nuestra reciente amistad. Una complicidad que, bajo el auspicio de Juan Rulfo y Malcom Lowry, en la última semana o en el próximo siglo nos había llevado por los senderos más recónditos de la literatura y sus extensas ramificaciones pendulares: el cine, los viajes, las mujeres, los vicios y la soledad. Contradiciendo al genoma mexicano, Jaime era un joven alto, de pelo ensortijado y ojos grandes y verdes en los que sobresalía una intensa pupila negra, encargada de mirar a las cosas del mundo con la avidez de quien sólo acepta por compañero de juegos a la verdad. Terminada la comilona, y como con él resultaba imposible siquiera pagar la cuenta de un mísero café en el bar de la Universidad, cogí el libro que me había regalado, una primera edición de La región más transparente, de Carlos Fuentes, y puse rumbo hacia el lavabo para releer con calma su hermosa dedicatoria. Las mesas, pobladas de comensales y de estrépito, conformaban un laberinto que era preciso atravesar con un cuidado que el delicioso vino de la casa ingerido dificultaba enormemente. El lavabo era un cuarto pequeño “unisex” y estaba ocupado, pero la espera era aquí grata y estimulante, pues desde allí se podía abarcar con la mirada, como si se tratara de un gran angular fotográfico, toda la fonda, que adquiría tintes casi surrealistas: los camareros gritando sus pedidos al agobiado cocinero, el ir y venir de palabras y conversaciones, las risas generalizadas y las lágrimas de un joven que, en un rincón apartado, lloraba silenciosamente frente a un fantasma vestido de mujer lo que seguramente serían las miserias de un amor ya desesperado, ya inútil. Cuando la puerta del lavabo se abrió y me sustrajo de aquel absorto divagar estético, una melódica voz salida quién sabe de qué utópica isla tradujo una mirada y sentenció: “las regiones transparentes no existen, la vida es sólo espejo”.
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Me senté a la mesa pensativa. El vino comenzaba a repercutir en mi triste cavilar del día, y la conversación de la que me había escapado para ir al lavabo discurría por el mismo tedioso derrotero en el que la había dejado. Estaba arrepentida de haberle soltado a Martín, el chico argentino que me había fascinado con su ponencia de ayer en la Universidad Autónoma, esa frase más bien frívola en el cuarto de baño, la vida es sólo espejo, qué tontería. Necesitaba animarme y olvidar, pero la noche no parecía querer compartir su felicidad conmigo. Mis compañeros seguían discutiendo sobre las dificultades de inserción laboral que tenemos los sociólogos en el mundo de hoy y entonces dije basta. Abandoné la mesa sin que nadie se diera cuenta y me dirigí decidida nuevamente hacia el lavabo. El plan era pedirle perdón a Martín por mi impertinencia, presentarme e invitarlo a terminar la noche juntos en casa. Comencé a andar sorteando mesas, platos y camareros, pero a medida que me acercaba al objetivo mi optimismo iba decreciendo, sombras de una época que me impedía diferenciar deseos de obligaciones. Pensé entonces que iba a cometer otra estupidez para corregir la anterior y que dos eran ya demasiadas cuando, de repente, me tomaron suavemente del brazo y escuché unos ojos negros que susurraban: “me llamo Martín, me gustaría invitarte a tomar una copa, esta es mi última noche en México”. Acepté porque, de alguna manera, el contacto de su mano serena con mi brazo desnudo me había sumergido en las certezas del sentir, y por primera vez en mucho tiempo el cerebro dejó paso a la piel, que es lo más profundo. En su mesa se encontraba Jaime, el director del Congreso, con quien convinimos en no hablar demasiado “en mexicano” entre nosotros para que Martín no se perdiera detalle de la conversación, pero una semana le había bastado para contagiarse del “guey”, del “no mames, cabrón” y de acostumbrar su paladar de carne argentina a la comida picante. Las risas llegaron en seguida, como si sólo fuera necesario convocar a la naturalidad con la detonación de una primera carcajada, y chupito va chupito viene se nos hicieron las 4 de la madrugada. Después de arreglar el mundo en un par de frases cerramos entonces “El charco” y la incomodidad se hizo presente, porque había llegado la hora de separarnos. Afuera, la noche era calurosa y húmeda, y de pronto me encontré observando el cielo queriendo pescar alguna estrella, pero la polución no tenía visos de perdonar a los hombres y mujeres de la ciudad, imponiéndoles el secreto mutismo de sus astros para siempre. Yo había intentado no enamorarme de Martín, sobre todo porque recordaba que “mi argentinito” había dicho que esta era su última noche en México. Pero, ¿qué se puede hacer contra el amor?
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Me había percatado de su existencia en un pasillo del Congreso, nada más terminar mi ponencia, pero lo que más me maravilló de Eva cuando pude acariciarla ópticamente en vivo y en directo fue su sonrisa, a mitad de camino entre la cínica picardía y el estallido operístico, una sonrisa contenida quizás por algún pudor ancestral, como si Eva no pudiera permitirse liberar toda su felicidad porque la culpa la acosaba desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, dejaba traslucir también una búsqueda intensa cuyo objetivo podía ser erradicar el pensamiento de los sentidos, eliminar la razón del cuerpo, única alma posible del ser humano. Desde luego, su inteligencia terminó por agarrotar mi lengua, y carecí de palabras para hablar durante un largo rato, ocupado además como estaba en observar fascinado el movimiento de sus manos que parecían ser los signos de puntuación de su discurso, sus dedos largos que las culminaban apelando al sueño de grandes conquistas irrealizables, su cabello rizado y moreno como una oscura noche patagónica y, sobre todo, esas pecas salpicando una nariz hermosa, que bajo sus ojos rasgados traducían a mi embelesamiento la sensación de que el mundo estaba hecho para que Eva lo disfrutara, lo bebiera de un trago, lo reflejara en el espejo desamparado de la vida. Gracias al café bien cargado al que el dueño de la fonda nos invitó antes de cerrar pude concentrarme en la despedida, que los tres retrasábamos mirando la calle vacía como quien observa en ella la metáfora de su propia soledad, una infinita vía desierta de preguntas que luchamos por atrapar y se van, se van, se van… El aullido de un gato en celo conminó entonces a Jaime a tomar la iniciativa y nos llevó en su viejo Volkswagen Escarabajo al piso que Eva compartía con dos compañeras de Universidad, a escasas manzanas del Zócalo, donde pasamos juntos lo que quedaba de noche. Con Jaime la despedida no era tal, pues lo volvería a ver en un par de meses en Buenos Aires, donde había sido invitado por la Universidad de La Plata para ofrecer unas conferencias sobre las alternativas abiertas (y cerradas) por el populismo mexicano de los años ‘50, y un abrazó selló nuestro hasta luego, compañero. Subimos al piso y continuamos conversando animadamente, hasta que Eva se quedó dormida en el sofá y yo la cubrí con mi “chamarra” adquirida en el mercado de las pulgas del barrio de Coyoacán. No pude pegar un ojo y me dediqué a interpretar el amanecer desde el balcón, intentando diferenciar el ruido de las distintas persianas de los negocios que abrían, el olor del pan del comercio de enfrente, la mirada cabizbaja de los niños que acudían diseminados al colegio. Preparé un café en la desordenada cocina y, cuando la figura de una Eva de ojos aún más pequeños por la todavía activa presencia de Morfeo se acercó a darme los buenos días, no se de dónde saque valor para, en un acto de locura que jamás olvidaré, preguntarle si le apetecía venirse conmigo a La Habana, donde quería pasar unos días antes de regresar a Buenos Aires. El eco de su monosílabo afirmativo retumbó en mi paladar mientras su húmeda lengua acometía una ansiosa inspección de mi boca deseada por los dos hace horas, frágiles destellos de Eternidad.
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Fue sencillo encontrar billete en el mismo avión en el que Martín tenía reservada su plaza, pues era temporada baja y si llegaban a decirme que no era capaz de cometer cualquier insensatez con tal de marcharme con él. Como para viajar es preciso hacer el equipaje con lo imprescindible y luego quitar la mitad, en un santiamén estábamos juntos en el aeropuerto para huir de la realidad hacia el amor durante un par de días. Mientras Martín llamaba a Jaime por teléfono para decirle que todo iba bien, me detuve un segundo a observarlo: llevaba puesta una camiseta que yo le había regalado, blanca con un dibujo obsceno pintado por Nayda, una amiga neoyorkina, atractiva artista a lo Basquiat, que cubría su delgadez firme y fibrosa. Su pelo largo, ondulado, su nariz algo grande pero, como le gustaba decir a él, con personalidad, sus piernas cubiertas por un desgastado tejano que marcaba su precioso culo apto para toda clase de mordiscos y, sobre todo, el recuerdo de su dulce carácter hicieron que tuviera ganas de desnudarme y hacer el amor con él ahí mismo, jadeando para que el mundo se enterara a través del auricular que somos animales antes de ser humanos. Cual tortolitos llegamos a La Habana y lo primero que hicimos, tras dejar las mochilas en el cuarto de la casa familiar que Martín había alquilado desde México, fue desnudar nuestra intimidad y fundirnos en un interminable abrazo de sexo, penetrándonos tentacularmente el uno al otro con una suavidad sólo interrumpida por el clamor gutural de los cuerpos liberados al frenesí de la carne, acoplándonos con la saliva de un mar inagotable que oficiaba las veces de pegamento, impidiendo al éxtasis salir de la jaula donde lo habíamos encerrado en un instante atravesado por los siglos de los siglos. Vivimos cuatro intensos y maravillosos días con sus noches en La Habana. Compramos libros de Carpentier y Lezama Lima en la Casa de las Américas, acudimos a una multitudinaria manifestación en la Plaza de la Revolución, donde ante un millón de personas Fidel lanzaba órdagos feroces contra el imperialismo yanki, conversamos con los cultos y amabilísimos cubanos que no hablan sino cantando, que no caminan sino bailando, paseamos por el Malecón tomados de la mano y bebimos mojitos en “La Bodeguita del Medio”, donde, por cierto, Martín garabateó en la pared una frase de Hemingway, gran amante de la Isla y de sus encantos etílicos, que entre derrotista y veraz sentenciaba “escribir es una vida solitaria”. Y, sobre todo, anudamos los cuerpos desnudos en el servicio de un restaurante de lujo, en el banco de un parque perdido en las entrañas de la Ciudad Vieja, sobre la fina arena de la playa de Varadero donde un atardecer nos escapamos para sentir la libertad de bañarnos en las cristalinas aguas del Mar del Caribe…
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El tiempo se detuvo durante esos cuatro días, pero fue implacable cuando, vestido con los harapos de la Muerte, acudió a recordarles que la arena sobre la que habían hecho el amor tan delicadamente en Varadero era también la que moraba en el interior del reloj de una textura temporal que había llegado a su fin. El amor fue para ellos un refugio perecedero que utilizaron para huir del daño que transporta a la vida al desdibujado espejismo de la realidad. Pasados unos meses, Eva recibió una primera y última postal de Martín con la estampa del obelisco porteño, que abría su llanto o su hipocresía con la canción de Caetano Veloso que enjuiciaba, melancólica y falaz, a quienes “dicen que la distancia es el olvido”, un ruego estéril que la nostalgia completó por Eva canturreando “pero yo no concibo esa razón”. Nunca se volvieron a ver.