La vie en rose

LA VIE EN ROSE

 

Por Pablo Nacach.

 

Albacete, domingo 3 de septiembre de 1990.

Mon cher Jean Marie: Sentada en el tren que me lleva desde la bulliciosa Madrid, ciudad a la que sin embargo tanto ansío mudarme, a mi querida Albacete natal, miro a través del cristal de la ventanilla pasar a toda velocidad el llano impertérrito que hizo famoso a Don Quijote, y te escribo. ¿Por qué me he marchado de París? ¿Por qué he escogido escaparme de la jaula de oro en la que me habías encerrado con tus promesas de dulce eternidad? ¿O has sido tú quien me ha facilitado la huída por juzgar mi juventud llena de inocencia? No lo sé, mon amour, quizás nunca consiga saberlo y lo único cierto es que ahora estoy escribiéndote una carta que espero llegue a tus ojos cálida y sincera. Todavía retengo en mi cuerpo el estremecimiento provocado por tu mirada penetrante que, con su oscuro e intenso abrasar, ha conseguido seducirme en estos dos bellísimos meses que hemos pasado juntos tú, yo y París. Y mis oídos aún no se creen el eco que en ellos resuena de tu ruego, el de hoy mismo por la mañana en el que me suplicabas: “Por favor, Eva, quédate a mi lado para siempre, para siempre, para siempre…”. La punta del bolígrafo resbala por la superficie de un papel que se niega a escuchar a mi corazón aturdido, siento a la tinta que avanza fabricando su propio camino como la sangre que fluye por mis venas, y mi mente se acalora pensando en la posibilidad de que esta carta se pierda en el trayecto y jamás lleguen a ti estas palabras que son, en definitiva, el testamento de mi alma desorientada. Tú has sido mis gafas durante este tiempo, pero soy yo quien tiene que graduar mi vista, y la necesidad de encontrarme a mí misma palpita en mis entrañas como la suave melodía de aquel saxofón que nos conquistara en el Café de la Paix, mientras confiábamos en que los veinte años de edad que nos separan no tendrían por qué resultar un inconveniente para el amor, y que la distancia geográfica que nos aleja bien podía solucionarse quemando en una hoguera improvisada mi billete de regreso a España. Pero no ha sido así y el resto es silencio. ¿Hubieran conseguido purificar mi vida las llamas de esa hoguera imaginaria? ¿Podría así haber eliminado de un plumazo ese constante ir y venir de mis pensamientos que, díscolos y ambiguos, me instigan continuamente a ocultar el miedo a la soledad con las máscaras que sólo tú, mon amour, has sabido descubrir? Lo viejo se resiste a morir y lo nuevo no termina de nacer, decía adorablemente Rimbaud en el poema bajo cuyo amparo hicimos el amor ese 14 de julio en la Bretaña, con la sal del mar aún pegada a nuestros cuerpos y el infinito percibido como una sencilla suma de dos y dos son cuatro. Pero nada fue ni será porque hoy es, y mientras el tren va entrando lentamente en Albacete, última estación de mi viaje, me pregunto: ¿Por qué me he marchado de París? Je t’embrasse, Eva.

 

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París, domingo 17 de septiembre de 1990.

Eva, mon amour: Siempre decíamos, ¿lo recuerdas?, que una de las cosas más bellas que nos sucedían era la increíble sensación de que no podíamos ocultarnos nuestros sentimientos más profundos, esas soledades incomprendidas que pretendemos esconder bajo máscaras convertidas en segunda piel del cuerpo. ¿La piel es lo más profundo? Tu adorado Verlaine lo sugería en un poema que también ofició de preámbulo a un sexo tierno entre nosotros, esta vez en el portal de la casa de mis amigos Rolland y Simone, pero yo ya no estoy tan seguro de que así sea. ¿Por qué te has marchado de París? No es la estridencia de esta pregunta lo que estalla en mi cabeza: es el trueno que ella despide para llenar el cielo de temor y temblor. La melancolía es la pasión de lo irremediable, y recién he ido a alimentarla concientemente dando un paseo por la Gare de l’est, cruzando el Boulevar Magenta como ritual que intentaba en vano deshacer los pasos perdidos hacia tu último tren. Allí me crucé con los turistas japoneses de siempre, dejándose retratar por artistas y bohemios que sueñan tal vez con exponer algún día sus obras de arte en el Musée du Louvre o que, mejor aún, rezan para que sus nombres aparezcan en las listas de las millonarias subastas de Christie’s o de Sotheby’s. Pero, ¿qué sabemos nosotros de los sueños ajenos si ni siquiera logramos intuir las pesadillas propias? Hace un momento he regresado finalmente a casa y, sentado a la mesa del comedor en la que Julieta hace añicos, con sus pequeñas garras felinas, los papeles que allí se amontonan, intento poner orden en unas palabras que llevo escribiéndote mentalmente hace días. Dos meses hemos estado juntos y parece que haya sido toda la eternidad. ¿O la realidad opinará que han sido tan sólo dos minutos? Pero me resulta imposible explicar con palabras esta confusa sensación, mon amour, esencialmente porque la tristeza ha invadido de golpe todos los rincones de mi alma, y puedo asegurarte que mis ojos no son ahora tan oscuros e incendiarios como tú los recuerdas. Su fuego se ha apagado también de repente y el humo que de ellos sale es quien ha tomado el mando de las operaciones, sepultándolo todo bajo una densa niebla que me impide hacer lo que más quisiera en este mundo: encontrarme en este preciso instante en el mismo tren del que me has escrito tu carta, llegando a tu querida Albacete para abrazarte. ¿Qué es lo que me retiene? ¿Debería preguntarte antes si aceptarías acogerme en tus brazos tan firmes y agudos como tu letra? ¿O todo será inútil pues ya estarás instalada en la Madrid de tus más íntimos deseos, tomando fotografías de todo aquello que se mueve en el aire para inmortalizarlo? La claridad se ha fugado de mi mente, arrastrada por tus ojos grandes como dos lunas en una riada de melancolía que parece no tener fin. ¿Por qué te has marchado de París? Je t’aime, Jean Marie.

 

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Madrid, domingo 8 de octubre de 1990.

Jean Marie: Mi madre me ha enviado tu carta a mi nuevo lugar de residencia en la tierra: Madrid. ¿Será precisamente porque la palabra “Madrid” se parece tanto a la palabra “madre” que he venido a instalarme aquí? Estoy muy feliz ya que he conseguido alquilar una habitación pequeña pero acogedora en un piso que comparto con Audrey y Sandra, dos chicas francesas encantadoras con quienes, además, puedo seguir practicando esa lengua francesa que, como bien sabes, tanto me hechiza con sus suspiros y melodías. Y a pesar de tu melancolía, ¡qué bonita relación epistolar mantenemos! Es cierto que a veces podríamos dar la impresión de estar emulando a Abelardo y Eloísa, sumidos en el desgarro de su imposible amor medieval, y que un lector anónimo podría pensar que nuestras cartas están escritas con lágrimas. De todos modos, el lenguaje comienza cuando peligra la comunicación, ¿verdad mon cher? Vivo ahora muy cerca del Rastro, un “mercado de las pulgas” en versión madrileña que cada domingo abarrota de gente y de gritos las calles aledañas a mi hogar. En sus puestos se pueden encontrar desde ollas y sartenes hasta material de bricolaje y, claro está, libros antiguos como los que salíamos a comprar, ansiosos cual niños pequeños, en las librerías de la Rue de les livres, en esas jornadas en las que pasear colgada a tu brazo significaba para mí soñar que podía existir la felicidad. ¿Existe la felicidad o sólo el deseo de ser feliz? La respuesta a esta pregunta no puede encontrarse en ningún libro… Hace un mes y medio que me he marchado de París y de tu lado, porque París y tú ya son para mí un ente tan abstracto como indistinguible, un tiempo que ha sido muy intenso, marcado sobre todo por la lluvia constante que ha caído cada día desde entonces en Madrid. ¿Será, pues, el agua de la lluvia la que consigue hacerme sentir que, por primera vez en mi vida, soy poseedora de una liviandad tangible, palpable, real? Intuyo que leerás mis palabras deduciendo que mi espíritu se encuentra en el cándido punto en el que siempre lo has imaginado: caminando en horizontal sin dar un solo paso en dirección a la profundidad. Quizás en efecto así suceda pero, como dice el tango, creo que voy aprendiendo a “andar al fin sin pensamiento”. Te adjunto a esta carta una fotografía que he tomado por la mañana en el Rastro, espero que te guste y que pueda paliar, aunque sea un poquito, tu sombría melancolía actual. Je t’ embrasse, Eva.

 

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París, domingo 22 de octubre de 1990.

Eva: Me alegro mucho de que estés feliz y contenta. La fotografía que me has enviado es maravillosa, y ha conseguido tu propósito de atenuar mi sombría melancolía actual pero, desgraciadamente, su efecto ha durado muy poquito. El calor sigue persiguiendo a París bajo la forma de un mes de octubre en mangas de camisa. Mi tensión debe estar de excursión bajo tierra para huir del calor, dejándome abandonado ante un sol que nada entiende de piedad. Solitario y melancólico, enredado en mis sueños que a todas horas gritan tu nombre, mi actitud hacia el mundo exterior es de implacable desidia. Me siento acorralado por tu imagen que ya no sé si es real o, sencillamente, se trata de un recuerdo idealizado por la libertad que se toma siempre la imaginación. Tengo ahora que ser franco y directo, Eva, para confesarte sin rodeos mi determinación de ir a verte, mi necesidad de tocarte para añadir pinceladas de verdad a algo que, al parecer, no es más que la evocación de tu voz retumbando en el espejismo de mi alma. Porque, más que un deseo, todo supone para mí la necesidad de redescubrir que, detrás de esa voz, hay un cuerpo de dimensiones reales, con autonomía propia ajena a los dictados de mi imaginación traicionera. Me urge dejar de mirar hacia atrás para recordar cómo eran las cosas en París, cuando tus manos ágiles se las arreglaban para liar cigarrillos sin desperdiciar siquiera la más pequeña mota de tabaco, cuando tus tacones agujereaban una moqueta recién estrenada, cuando todo mi cuerpo deshacía fronteras para invadir el tuyo mientras tú te dejabas ocupar sin más presente que nuestra batalla por alargar el placer. Tus ojos, Eva, me persiguen escondidos en cada esquina de las calles que hemos recorrido juntos, paseando una dicha que sentíamos eterna. Hoy el Bois de Boulogne, por el que paseábamos nuestras esperanzas, no es más que un cúmulo de árboles calvos; el Café de Saint Michel, en el que compartíamos nuestras ilusiones, se ha convertido en un establecimiento de comida rápida; y el Cine de Saint Andrée des arts, donde todavía Godard, Truffaut o Chabrol podían sentirse libres a través de nuestra fascinada mirada, está cerrado por interminables reformas… Todas estas interrupciones de la vida cotidiana las percibo como señales de un final inexcusable entre nosotros, de una crónica de muerte anunciada que sólo podré revertir a tu lado. Por eso me veo ya en la inquietante situación de suplicarte nuevamente, de rogarte otra vez, como sucedió esa última mañana en París: “Por favor, Eva, quédate a mi lado para siempre, para siempre, para siempre…”. Podríamos vivir juntos en Madrid o en París, la ciudad es idéntica para mí porque el mundo eres tú. Perdona la urgencia desesperada de esta carta, pero necesito cuanto antes una respuesta. Me alcanza, mon amour, con la palabra “Sí”, escrita rápidamente en una servilleta de cualquier bar de Madrid, para salir de una vez por todas de mi pertinaz melancolía. Espero que sientas tantas ganas de escribirla como yo tengo de recibirla. Je t’aime, Jean Marie.

 

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Al cartero no le queda más remedio que abrir esa carta a la que la lluvia madrileña ha borrado para siempre el nombre y la dirección del destinatario y del remitente. Quizás dentro encuentre alguna pista que pueda orientarlo para no tener que dejarla irremisiblemente en la sección más melancólica de Correos, aquella conocida por todos como la sección de las “Cartas sin destino”. “Vaya, parece como si hubiera sido escrita con lágrimas”, piensa el cartero al constatar que el papel está tan empapado como el sobre que, en su función de inútil recipiente, poco y nada pudo hacer para protegerlo de la lluvia. Y al abrirla comprueba que la carta contiene una servilleta de un bar, papel mojado en el que sólo se distingue, firme y aguda, la letra “o” deslizándose hacia el silencio final.

 

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