La pelota soy yo

Texto publicado en la preciosa antología de mi amigo Galder Reguera y Luis V. Solar, Cultura(s) del fútbol, Ediciones Bassarai, Vitoria, 2008.

 

LA PELOTA SOY YO

 

“Sólo en sueños, en la poesía, en el juego nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos”. Julio Cortázar, Rayuela.

 

1. Cuando entra en la heladería hay poca gente, bárbaro, piensa, podré estudiar tranquilo. El último examen de la carrera es mañana y el abismo más pequeño es el más difícil de salvar, se dice, excitado, alardeando de su penetrante inteligencia. Es joven aún, claro, y no sabe que la cabeza es quizás el órgano más servicial, más cipayo del cuerpo. “Análisis de la sociedad argentina”, una asignatura complicada aunque menos que la realidad que intenta aniquilar, por supuesto. Porque si la institución universitaria estuviera viva aprobaría reproduciendo, palabra por palabra, el contenido del libro que mima entre sus manos casi como si se tratara de “Pelotín”, aquella Pintier número cinco flamante como un sol recién forjado que le regalaron para su cuarto cumpleaños y con la que compartió cama durante milenios, sintiéndola temblar como una luna en el agua antes de verse obligado a cremarla en el oscuro calabozo de la memoria: una primera edición de La cabeza de Goliat, de Ezequiel Martínez Estrada, comprada por dos duros –así se lo contaría años más tarde a Eva en Madrid– en una librería de viejo de la calle Corrientes.

Hace poco que ha quebrado por la hipotenusa el movedizo y fluctuante triángulo convirtiéndolo en ese laberinto que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante, dejando atrás una isla cruel y dolorosa rodeada por un sendero sembrado de pelotas y otro asfaltado de libros.

¿La isla de sombras infantiles que nos persigue hasta la muerte por más que la vida sea el intento de ocultar sus siluetas, iluminándolas?

Quién sabe.

En cualquier caso, en su vigilia presente ha conseguido imantar la aguja de una brújula que le muestra el norte de sus propios deseos. Veinte años, se dice pronto, ha durado la batalla pero finalmente las letras han vencido a los gajos y el papel al cuero. El fútbol ha dejado su impronta lúdica enseñándole que para ser dueño de sí es preciso dejar que el azar, balón escurridizo si los hay, busque al jugador. En él las palabras ruedan ahora dejando un rastro de amor, de locura y de muerte, como cree haber plasmado en su primer libro, La altura del azar, en realidad un conjunto desordenado de hojas grapadas que está a punto de mandar a la imprenta y al que sólo le falta la dedicatoria inaugural. El último examen y su primer libro, está convencido, se alían en un final de partida que le abrirá de par en par las puertas de un mar sin horizonte.

Un cucurucho de dulce de leche y chocolate con almendras por favor, dice, acercándose al mostrador, recordando esa vieja tentación de pedir algún día “un escapismo de pistacho” como Libertad en la tira de Mafalda. Esta mesa, no, mejor esta otra, más alejada por si después la heladería se llena. Le da un placentero lengüetazo a una almendra que quiere suicidarse cayendo al vacío y condenándola a morir entre sus muelas, abre el libro por la página 284 y se masturba leyendo: “El pueblo de la metrópoli tiene sus pasiones hondas e irrefrenables. Una de ellas, la más típica y vehemente, toma el aspecto externo del fútbol”.

 

2. De repente, hace su rutilante aparición en el escenario, sale por el túnel de un vestuario siempre local para él, irrumpe en la heladería un fantasma de débil carne y huesos duros de roer que es héroe y mártir a la vez, soma de la historia argentina contemporánea. Llevado en volandas por la multitud a un Olimpo en el que enseñó a danzar sobre las olas a la mismísima Eurínome, diosa de Todas las Cosas, elevado al más áulico de los altares, durante dos décadas su figura fabricó glorias como chupetines logrando contagiar al pueblo soberano la fuerza necesaria para que volviera a sentirse granero del mundo. Superando al padre, matándolo para sustituirlo, es sin embargo el testaferro edípico que anida en todo héroe el que manda, exigiéndole desdeñar las advertencias del Oráculo que a través de la pitonisa de turno había anunciado con desprecio: “¡Matarás a tu padre y te casarás con tu madre!”. Porque el verdadero maritaje hay que celebrarlo en esponsales con la realidad, esa dama desconocida y feroz que habitualmente termina por sacarnos la roja expulsándonos a tierra extraña, ciegos tras haber visto y mendigos en vez de ricos, tanteando el suelo con un bastón a medida que caminamos.

¿Qué caminamos o que saltamos?

La escalera argentina tiene un único escalón que la mirada del niño puede traducir en miles de metros de altura. Está en la Boca y fue tallado en cemento para que las calles del barrio donde se instalaron los primeros inmigrantes –cerca del puerto por si tenían que volverse– no se inundaran con las aguas en dulce y en gris que besan las fauces de ese otro mar verde que es la Pampa. Arrinconados entre dos aguas, presos del ahogo futurible, caminando sobre la planicie sin comulgar con la tierra los porteños no fabricaron un escalón sino una montaña, en cuya elevada cima tal vez sólo haya conseguido izar la bandera de la patria el dueño de la pelota que ahora pide diez kilos de helado para llevar mientras los camareros salen de su asombro como buenamente pueden y, concentrándose cual racimo de flores silvestres, se disponen a servirlo con el ceremonial protocolario que correspondería a un Dios que se dignara bajar del panteón para regar con su aura prodigiosa el camino trillado de sus entregados devotos. Un dios que por aquel entonces comenzaba a escribirse con minúscula y que había dejado de ser la viva encarnación de una pelota saltarina para mutar en piedra sisifiana cayendo cuesta abajo en su rodada, oficiando así el traspaso de poderes entre el héroe y el mártir que sólo se detiene ante el regazo amniótico de la madre que lo espera al final de la ladera. El granero se ha vaciado, otra vez, y un letrero clavado con garras de acechantes aves de rapiña desangra entonces la piel argentina declarando oficialmente que todo está en venta por liquidación de existencias. De las tuberías del país aflora un hedor intenso que es preciso anestesiar como sea, al menos hasta que un milagro propicie la recuperación del héroe y regrese de sus cenizas para ayudarnos a creer por un ratito que aquello que Argentina está continuamente cebando no son ruinas ni serán jamás circulares.

 

3. Antes de pasar a la acción, algo tendrá que decirle, quiere observar la situación: no en vano a partir de mañana será todo un Licenciado en Sociología. En la anécdota está el dato sociológico, sabe, y para extraerle la savia más fresca necesita una espléndida torre de vigía que encuentra junto a una columna que le permite mirar sin ser visto y alcanzar, gracias a la lupa que se ha colocado de máscara, la inmensidad del paisaje. Los cinco heladeros que se apiñaban en torno a su figura se dispersan como hormigas ansiosas para llenar los cuencos de telgopor con su pedido, mientras el encargado de la tienda se niega de plano a cobrarle, faltaba más, con las alegrías que usted nos ha dado. El tipo, tranquilo, saca su billetera y regala una propina que dobla el precio del helado.

La tarde de sábado está preciosa y Febo, reputado agente de marketing de la heladería, va canalizando gente hacia sus aposentos como si ésta fuera un ombú que sólo puede el pobre dar sombra al gaucho fatigado. Por la hora en general son parejas y el ritual se cumple a rajatabla: el chico le indica a la novia sus preferencias gustativas, ella le responde un tajante “ya lo sé, lo que quiero es que me des plata nene”, él le da el dinero y busca una mesa en la calle para que los rayos de un sol furioso por no poder desprenderse de su órbita para tocar al hombre que levita allá abajo, acicalen el incipiente bronceado de su rostro. Acto seguido, locura desbordante, éxtasis astrológico, magma emocional aturdiendo el organismo de una chica que parece confirmar que el lenguaje es una enfermedad de los labios porque le resulta incapaz articular palabra y sólo puede atinar a señalar con su dedo tembloroso el sitio en el que, evidentemente, un episodio de tintes sobrenaturales ha sucedido. Fastidiado, el novio se levanta de una acerada silla que estaba a punto de convertir en mullida reposera para acudir en su auxilio, si no hay sambayón granizado me muero y de pronto, delirio indescriptible, enajenación transitoria, pasión descontrolada, lo ve.

Hamlet, por llamarlo de alguna manera, es asediado, acribillado, asaltado de amor en una intimidad que ya es de todos pero que él no lleva con resignación sino con agradecimiento y correspondencia, contestando con la paciencia del escriba a las muestras de infinito afecto que le profesan sus fieles, a la vez que entre el suyo y los demás cuerpos se consolida un misterioso halo de distancia mítica, como si él fuera la piedra que al caer al lago dibuja el primer círculo y, desde ahí, permite al resto de los mortales habitar a placer los concéntricos espacios que confunden y distinguen, qué más da, la realidad del sueño.

¿Existe, entonces?

¿Es real, finalmente?

Quién sabe.

Tocarlo conecta con el miedo sacrílego que debían sentir los primeros habitantes del mundo ante la presencia del fuego o las serpientes, y desde su parapeto estratégico el futuro sociólogo cree estar observando entonces movimientos corporales de mimos que intentan no quebrantar la ley del cristal que recubre al ídolo, como si para ser adorado en cierto modo hubiera tenido que transformarse en museo viviente de sí mismo. La escena está concluyendo y el telón se dispone a caer pesadamente sobre el tablado cuando piensa que si quiere decirle algo tendrá que hacerlo ya. Se acerca muy discretamente, pone una temblorosa mano sobre su hombro, le pregunta educadamente si puede darle un beso y, habiendo obtenido la bula para emprender el camino de su purificación gramatical, cree mirarlo a los ojos y le dice: “Vos sos mi infancia”. Entonces la memoria, esa rendida doncella, ese epiléptico monstruo de cuatro cabezas, recuerda.

 

4. Su madre siempre decía que había venido al mundo en pantalón corto. Su primer y único juguete, excepción hecha del autito Matchbox azul o del camión Duravit rojo, fue siempre una pelota de fútbol. La pelota era él, como demuestra una fotografía sacada en las arenas marplatenses en la que un balón gigantesco se ve ensombrecido solamente por la mayor amplitud de su sonrisa, que parece ser el pie que la empuja rodando de acá para allá. Las lágrimas vertidas cuando el cielo se encapotaba y las primeras gotas de lluvia caían confundiéndose con su llanto, la ñata contra el vidrio, porque al otro día se suspendería el partido de infantiles; las insolaciones de las dos de la tarde y más tardes de verano en la canchita del club junto a Hernán, Martín, Javier y compañía resistidas como si la composición química del sol estuviera alquimizada a base de hielo derretido; la angustia del living combatida pateando contra todo arco iris imaginario una pelotita de tenis, un papel envuelto en medias o en cinta Scotch, un limón, una naranja, una chapita de Coca Cola o cualquier objeto que se atreviera a dar vueltas sobre sí mismo como un planeta mareado de tanto chanfle; el picado de ese martes o ese jueves en el que su tío abuelo Valentín, setenta y ocho añitos, le pasó la pelota en mitad de cancha y gambeteó a sus rivales hasta llegar al área grande contraria donde su abuelo Pepe, ochenta y tres añitos, metió la puntita del pie y mandó su insolente adolescencia al corner; la resistencia imposible de sus hermanas Gabi y Andre, blancos de tiro que tenían que atajar sin chistar lo que se les disparara en la playa, en la plaza, en la calle sin salida lo salvaron, sólo tal vez, de caer en las garras de su propia infancia.

Pero fue la primera vez que su padre lo llevó a la cancha cuando pudo percibir que el fútbol no sería para él sólo un juego de niños. Tendría cinco años, probablemente seis, noventa quizás. Boca-Independiente en cancha de Boca. Iniciación a un rito que, en primer lugar, lo conectó de alguna manera con su desconocido abuelo paterno, un inmigrante judío sefaradí que a los catorce años partió, solo, de quién sabe que pueblo perdido en Medio Oriente para llegar, solo, dos años más tarde al puerto de Buenos Aires como polizón de un barco de mercancías. Según cuenta la leyenda el abuelo Isaac nunca habló castellano, se sentaba tranquilamente a fumar en su narguile mientras hacía las cuentas del misérrimo negocio de telas al fondo del cual un niño intrigado entra hoy con su tío Jaime a buscar periódicos para romper y romper porque cuando salga Boca hay que bañar a los jugadores con noticias periclitadas que confirmen que la única realidad existente es el fútbol. El camino hacia la cancha es ahora largo para el pequeño, que observa temeroso una multitud que, congregada en puestos situados en unas veredas altas como montañas, come choripanes y bebe cerveza engalanada para la ocasión en amores y colores de azul y oro. Va de la mano de su padre y de su primo Sergio y, al entrar, lo embarga una sensación extraña que años después reconocería en uno de sus libros favoritos el día que empezó a sospechar que las sombras de la infancia nunca pueden ser del todo iluminadas, y que otorgaba al estadio idéntica compulsión que a “la misma plaza de toros, la misma disposición romana del circo, y es la misma muchedumbre que espera ansiosa el misterio de su brutal purificación. El horizonte se recorta en el cielo; las altísimas paredes de circunvalación del estadio se levantan por encima de toda perspectiva. No existe la ciudad, no existe el mundo”.

The rest is silence, pero esa jornada, pensaría dos o tres vidas después en su piso madrileño de Arganzuela, confluyeron, se infiltraron sin previo aviso en su frágil organismo infantil fuerzas y desequilibrios, amores, enconos y miedos ancestrales que lo recortarían con la potencia moldeadora que tiene una acción invisible pero extremadamente poderosa: la mirada del padre. Ese rito iniciático puso en marcha la larga serie de transferencias iniciadas con su viejo antes mismo de su nacimiento, convirtió en acto el tejido de un hilo que los conectó, que los comunicó porque la pelota es una mamadera sin leche materna y las huellas que deja al reptar por la llanura de la infancia son siempre de semen y de soledad.

Y al poco tiempo llegó Él para quedarse y confundió aún más las palabras y las cosas, o quizás todo lo contrario, de cualquier forma devenido en argamasa que anudaría la tela de araña por sus puntos más delicados, cementando el viaje de ida y vuelta entre el padre y el hijo en el que su nombre acudiría para zanjar diferencias y emitir veredictos coincidentes, para entornar la puerta a posibles conversaciones sobre sexo y profundidad, para permitirles llorar juntos por sus fracturas como si se tratara de su propia piel la horadada por el crack que cubría con un manto de olvido la verdad de ese llanto inconsciente cargado de confinada intimidad.

Como espectros somnolientos volvían sus recuerdos a estremecerlo de modo que cuando se marchó de la heladería pensó que el azar había estado por una vez a la altura regalándole la dedicatoria al libro que estaba a punto de mandar a la imprenta: “A Diego Armando Maradona, porque es mi infancia”.

 

5. No llegaba, sentía que no llegaba y que jamás iba a poder perdonarme la confusión, la tristeza, la falta de claridad en esos momentos clave en los que se define qué trole hay que tomar para seguir. El 39, ese cronopio vestido de color marrón como mi querido Club Atlético Platense, circulaba empujado por la ansiedad de sus pasajeros pero hoy la avenida Santa Fe pretendía ser valeriana de la desesperación porteña embotellando a cada vehículo que se hubiera atrevido a mancillar la sangre pavimentada de sus arterias. Le daba vueltas y más vueltas a mi cabeza repasando la conversación que había mantenido ayer por la noche y madrugada y mediodía de Quilmes, Gramsci y Spinetta con Marinita, en la que como era habitual lo humano le ganaba por goleada a lo divino y, jugando de memoria, la familia y la locura se convertían en puntos nodales de una tertulia en la que habíamos sido más freudistas que Freud. Pero nada de lo hablado serviría si yo no llegaba a tiempo a la imprenta, que cerraba dentro de diez minutos y evidentemente el bondi no tenía ese botoncito del Mark-5 de Meteoro para saltar por encima de una procesión de coches y colectivos que aparentemente se habían reunido allí para celebrar quién sabe que fanáticas ceremonias litúrgicas. Pero quizás porque mi pensamiento trajo a la Fe a la cancha de mis tribulaciones o porque la avenida se cansó de incordiar e hizo honor a su nombre sucedió el milagro, se abrieron las aguas y en un santiamén estaba golpeando la persiana metálica a medio bajar de la imprenta con la furia de un poseso que creyera poder encontrar dentro la fórmula de la felicidad, aún sabiendo que sólo existe el deseo de ser feliz. El dueño del boliche accedió a mis súplicas y entré en el local angustiado por la posibilidad de que ya fuera demasiado tarde para enmendar un error que, fantaseaba, podía traerme consecuencias irreparables. Sí flaco, mañana mismo entra en composición tu libro, me dijo, iba a entrar hoy pero tuvimos un pequeño problema con la máquina, ¿por? Porque tengo que hacer un pequeño cambio, le respondí. Supongo que habrá pensado que tardaría más en echarme que en corregir lo que le pedía, así que trajo la hermosa maqueta que había diseñado mi prima Dani –esa mosca en la tapa era lo más– y, mostrándole la primera página en la que estaba la dedicatoria, con la sonrisa que se instaló en mi cara llegando desde la lejana fotografía marplatense, como quien hace diana en el centro mismo de su Ser, señalé: acá tiene que decir “A mi papá”.

Pablo Nacach, Madrid, julio de 2007.

 

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