La Pulpín

LA PULPÍN

Publicado en la revista Panenka, abril de 2012

“El soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez”.

J. L. Borges, “El milagro secreto”.

I

 

Cuando en el escaparate de La Bagatela, autoproclamada con pomposidad tienda de artículos vintage aunque en realidad era un boliche familiar medio cutrongo lleno de cachivaches, el octogenario Abel Pescador consiguió ver ese barquito, no, ese otro, el de casco rojo y chimeneas negras de más allá, todo se hizo redondo sol a su alrededor, y cayó.

Abel Pescador había sido fiel a su apellido durante los años de espera: a pesar suyo, muy, coleccionaba barcos metidos de prepo en botellas de cristal. La bendita manía le venía de purrete, de aquel cumpleaños en que la tía Silvia le regaló una cajita de cerillas que traía, embotellada, la imagen de la Fragata ARA Moralidad; una cajita de fósforos que, según cuenta la leyenda, había pertenecido a su abuelo Eduardo Segundo Pêcheur, iniciador de la dinastía de los Pescador en el país y de la obsesión degenerativa por amontonar chatarras con carácter patronímico. El por qué a su nieto le dio por coleccionar grandes barcos en botellas en lugar de pequeñas cajas de cerillas, es un milagro secreto imposible de desentrañar.

Pero instantes antes de desplomarse hacia el vacío adoquinado de toda época y de cualquier ciudad, Abel Pescador quiso recordar. Y así, en papiros de una infancia que no parecía la suya, acudió a visitar sus últimos vestigios de cuerpo la imagen de su pesadilla más recurrente, de su averno más particular: Antonia Contadina con su perro, una navaja y la pelota Pulpín.

 

II

 

Un par de días atrás, Abel Pescador había logrado armarse de un valor minuciosamente rumiado para comprar, con monedas de vueltos que había ido arañándole a la memoria de su padre (a quien respetaba como si se tratara de un dios romano blandiendo su espada de alpargata), una pelota de goma Pulpín, para la placita, el cole o el verde jardín.

La Pulpín, como se la conocía entre las clases populares, era más redonda que la mismísima Tierra: Kepler no la hubiera diseñado mejor. De un marrón parduzco azotado por elegantes líneas amarillas, fabricada con caucho del Amazonas ofrecía un bote magnífico. Ideal para pegarle al arco de sobrepique, daba eso sí algunos problemillas a la hora de pisarla con los botines Sacachispas (con los Fulvencito se pisaba mejor). Tirar un caño con la Pulpín suponía estar jugando en las inferiores de algún club de Capital, y meterla de chilena por toda la escuadra, síntoma de absoluta felicidad.

Desde luego, la Pulpín no tenía la solera de una Pintier de cuero Nº 5 con gajos, ni el prestigio de la Wut del hijo de Jaromir Hladík, con la que el célebre wing izquierdo del Viktoria Bohemians de Praga había disputado –¡y había perdido!– la final de la Copa Intercontinental contra Independiente de Almagro, en el Monumental de Chamberí. Por supuesto, la Pulpín tampoco portaba la magia del balón de calcetines anudados (forrado con cinta Scotch) con el que el Avapiés Balonpié de 5º “B” de la Escuela Normal Domingo Faustino Galdós, saliera campeón del recreo largo durante seis meses consecutivos –récord del Distrito Escolar–.

Sin embargo, precisamente esa pelota de goma Pulpín, que tanta energía psíquica le había costado conseguir a Abel Pescador, representaba para él un verdadero chaleco salvavidas, situado en las antípodas del chaleco de fuerza que lo tenía secuestrado en aras del manicomio familiar, un frenopático construido a base de barcos, botellas y náuseas a tutiplén.

La salud mental era suya, era de goma y se llamaba Pulpín.

 

III

 

Antonia Contadina tenía los ojos azules como faroles en flor.

Si Abel Pescador había luchado con titánico denuedo durante diez largos años –todos sus años– para escapar del mar de botellas que lo ahogaba, Antonia Contadina estaba encantada de ser pasto, tierra, pampa, meseta e Inmensidad; si él necesitaba conquistar a cada paso el aire que respiraba, ella fluía con la facilidad del girasol tornando su cabeza hacia Febo; si el uno se aferraba como un poseso a lo redondo, lo circular, lo esferizado, la otra era cada trazo del Universo.

La canchita de la placita Serrano tenía rejas, eso seguro, ¿o una pared enorme la separaba de los monoblock del Fonavi? El piso era de cemento, de esos que raspaban de lo lindo si te daban una biaba. Los palos de las porterías los habían hecho cuadrados, amarillos con la base pintada de negro –resabio simbólico de árboles que han ardido–, así que por desgracia no servía el recurso palo, gol y a cobrar, porque se te iba afuera.

Ese día el rival no era rival sino enemigo: el Flaco Spinetta y los del Barracas Pelotapié de 5º ”A”. La placita hervía de furia, el aire se cortaba con tijeras, el honor era un sentimiento demasiado banal.

Todo pasó como si pasara ayer.

Antonia Contadina había llegado con su perro chillón, ¿cómo se llamaba?, no se separaba del rope ni para ir al baño. Jugaba adelante, de 9 mentirosa, le pegaba bien con las dos piernas, se tiraba atrás a recibir con criterio y tenía olfato de gol y gol. Pero ese día era un partido muy chivo, había que ganar o ganar, de modo que, como capitán y goleador del Ava Balonpié, Abel Pescador decidió no ponerla de entrada: quería todo el frente de ataque (y la gloria) solamente para él.

Entonces, sin mediar palabra, como quien no quiere la cosa, fría como el acero de una puntita de navaja que asoma la cabeza por el bolsillo del chandal, Antonia Contadina se acercó al centro del campo, cogió la flamante pelota que estaba lista para empezar a danzar y, con la navaja ya al completo, atravesó el cuerpo de goma de la Pulpín, más redonda que la mismísima Tierra, mientras escupía a la cara de Abel Pescador el epitafio que presidirá su tumba y su insomnio: “¡Y que sepas que mi perro es mucho más pichichi que vos!”.

 

 

 

Pablo Nacach, sociólogo y mediapunta.

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